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23.3.07

DEMOCRATIZAR LA DEMOCRACIA

Como una travesura del calendario, el primer año en el que el 24 de marzo debiera cumplir con la legislación que lo institucionalizó fecha de feriado, el día que recordamos el golpe militar de 1976, coincidió con un sábado. Tan sólo una anécdota que no debiera imponerse sobre lo que siempre debiera ser esa fecha: una reflexión honesta para evitar que nuestro país se vuelva a desquiciar. Al igual que Primo Levi, el escritor italiano que puso fin a su vida por no poder comprender su padecer en un campo de concentración nazi, los argentinos podemos también decir: “Si comprender es imposible, conocer es necesario”. Y en eso estamos, tratando de conocer por qué los seres humanos se erigen como sus más crueles verdugos.
Tres décadas después de aquel 24 de marzo de 1976 seguimos desenterrando cadáveres en un país de muertos insepultos. Tal vez, porque ese pasado no termina de pasar, pareciera que aún no podemos reconocer las enseñanzas que dejan las tragedias. Paradójicamente, le debemos a la dictadura la noción de derechos humanos, ajena a nuestra tradición política. En el inicio de la democratización, esos derechos se conjugaron por su negación en las denuncias de sus violaciones. ¿No estamos ya en la hora de anunciarlos para poder consagrarlos como cultura democrática? ¿Pero cómo dotar de vida una expresión tan cargada de muerte? ¿Cómo anunciar los derechos que conjugan con libertad cuando aún se exhuman cadáveres sin que ni siquiera nos hayamos confrontado a los dilemas éticos que sobreviven a todas las tragedias? No para hacer un mea culpa colectivo sino para reconocernos parte de la misma tragedia.
Entre nosotros no sucedió como en Alemania al final de la guerra cuando las paredes de las ciudades se llenaron con afiches de un dedo acusador: “Tú eres culpable”. Entre nosotros, con la culpa puesta en los militares, la sociedad que, por terror o convicción, sustentó el golpe, nunca admitió su responsabilidad, lo que se expresa en una cultura de la victimización: siempre son los otros los culpables, nunca nosotros responsables, ya sea cuando manejamos los autos como armas o cuando eludimos nuestras obligaciones ciudadanas, sin poder reconocer la continuidad del “por algo será” en el “esa gente no merece vivir” cuando se pide la pena de muerte para los ladrones. Y sobre todo sin poder reconocer a la desconfianza como el peor de los venenos que hace siempre del otro un sospechoso: el político que busca votos, el periodista que busca escándalos y los juicios morales siempre al alcance de ese dedo índice que señala al otro, no como un igual sino como al que hay que eliminar. Y si no que lo diga el Gran Hermano, legitimado por los números, los mismos con los que se legitima la política. Dos falsedades que parten del mismo menosprecio a la dignidad del acto de elegir: el que reduce al votante a un número en la encuesta y el que cuantifica al televidente con el índice de audiencia. Una sociedad sin alma, reducida a sus cifras, las de la economía, las encuestas, los muertos del tránsito. Sin que podamos restituir su corazón, o sea, su dignidad humana.
En la sociedad del mercado todo tiene precio, y nos lleva a la simplificación engañosa del “ya no hay valores”, cuando ahí están los derechos humanos de valor universal al alcance de nuestra legislación. La Constitución reformada en 1994 amplió la noción de democracia al subordinar nuestra legislación a los tratados internacionales. Sin embargo, aún nos resta encarnar esos avances como valores democráticos. Si es fácil reconocer la debacle financiera, nos resta saber que sobre los escombros debemos erguir una auténtica democracia, sin confundirla apenas con una forma de gobierno ni reducirla al mercado y a la eficacia, sino como la igualdad ante la ley y, por eso, como la garantía de los derechos sociales, económicos y culturales.
Es cierto que la injusticia social, la distancia escandalosa entre los que más exhiben y los que ignoran que portan derechos, torna la democracia una flor de invernadero. Sin embargo, este también es un razonamiento engañoso, herencia de nuestro pasado totalitario. Porque la riqueza de la democracia radica precisamente en que es una forma social de creación de derechos por la demanda y la acción de la misma sociedad. ¿Quiénes sino las víctimas lograron para todos la consagración de los derechos políticos? Un proceso orgánico, como una arcilla moldeada por sus propios artistas, la ciudadanía que es finalmente la que reclama y conserva esos derechos.
A la reparación de los daños dejados por la dictadura se impone la idea de la normalidad democrática, sin el temor a las crisis y los conflictos. Paradójicamente, el único régimen político que admite y legitima el conflicto es el democrático. El terror impone una falsa idea de orden. No debemos retroceder mucho en nuestra historia para reconocer ese rasgo autoritario de extorsionar con el caos para maniatar la dinámica social que da la libertad. ¿Puede acaso la convivencia democracia ser tranquila si la sociedad que la legitima es contradictoria, antagónica, plural, llena de diferencias que se expresan como tensiones? Y de la superación del conflicto nace, siempre, la conciencia de un nuevo derecho.
El 24 de marzo es y será siempre el peor día de la historia reciente de Argentina. Pero, también, podría ser el tiempo en que reconozcamos cuánto aún nos falta para que los derechos, efectivamente, configuren una auténtica cultura de vida, o sea, de ciudadanía. El único antídoto contra las tiranías.
Enviado por : Norma Morandini

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