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8.7.08

DISCURSO DE LA DIPUTADA NORMA MORANDINI

DISCURSO DE LA DIPUTADA NORMA MORANDINI
DURANTE EL DEBATE DEL PROYECTO DE LEY
DE RATIFICACIÓN DE LAS RETENCIONES AGROPECUARIAS



Al leer en el tablero el número de los presentes y de los ausentes no puedo menos que acordarme de algo que me dijo una vez una diputada del oficialismo con una gran experiencia en esta Cámara: el oficialismo vota, los que hacen discursos son los de la oposición.
De modo que a esta hora no hay cómo no sentirse inútil haciendo uso de la palabra y reconocer que el discurso es para las cámaras o para la historia. No puedo caer en la ingenuidad de creer que uno viene aquí a debatir y a tratar de buscar consenso, que consiste en que el otro abra sus argumentos porque ha sido ganado por el argumento de uno.
Pero voy a seguir insistiendo en lo que dije la primera vez que me senté en esta banca: por débil que suene mi voz en este recinto, voy a seguir insistiendo para construir finalmente cultura democrática. Porque la democracia es eso: es cultura, se construye, es orgánica. Esto lo digo a riesgo de parecer principista o abstracta.
Muchas veces escucho a mis colegas, sobre todo los hombres, llenarse la boca hablando del ejemplo de Brasil o de España. Yo he tenido la suerte o el privilegio de vivir en esos dos países, y les puedo decir que hoy progresan económicamente porque antes construyeron cultura democrática. En Brasil nunca he visto decir “Viva la Patria ” y querer matar al compatriota. Los brasileros dicen, ironizando sobre ellos mismos, que Brasil es mayor que sus crisis. Lo que ustedes no saben, queridos colegas, es que en Brasil, cuando se quieren amenazar con el futuro, ponen como ejemplo a la Argentina. Y se amenazan con la argentinización usando algo que suena como una teoría económica pero que en realidad es la propaganda de un vodka. Se llama el efecto Orloff: tome ese vodka para no tener mañana resaca, porque el mañana, tomando un mal vodka, es la Argentina.
Estoy convencida de que lo que tenemos que construir es una normalidad democrática donde haya reconocimiento del otro, porque sólo reconociendo al otro puedo dialogar, y si reconozco al otro puedo entonces llegar al consenso.
Las crisis económicas han sido, a lo largo de la democratización de estos veinticinco años, el pretexto de la emergencia económica que ha abierto el camino a la excepcionalidad. Y ha sido en nombre de esas crisis que se ha cargado –para decirlo como lo dicen los españoles‑ nuestra Constitución.
Esta no es la primera vez que este Congreso debe legislar bajo la presión de las cuentas públicas, que también han justificado muchos de los desatinos que hoy padecemos, como fueron las privatizaciones de los 90, reducidas a un falso debate ideológico que –hoy lo sabemos‑ sólo sirvió para encubrir los fenomenales negociados que se hicieron en nombre de achicar el Estado.
Entonces, también la ciudadanía prefirió antes ser un consumidor que ejercer sus derechos y quedó como rehén de la ausencia de ese Estado que se había ido en retirada. Hoy, en nombre de la necesaria intervención del Estado, una vez más se desoyen los reclamos de los ciudadanos, pero éstos hoy sí saben que tienen derechos y por eso los ejercen.
Por suerte, gracias a la dinámica que da la libertad, nuestra sociedad es más compleja y conflictiva que lo que fue en su historia. ¿Por qué la democracia habría de ser tranquila, sin conflictos, si la sociedad que le da origen es plural, llena de tensiones, inmadura y contradictoria?
Me temo, sin embargo, que los argentinos seguimos siendo adolescentes políticos, incapaces de reconocer aquella sabia advertencia de Juan Bautista Alberdi, cuando dijo: “Después de los cambios de idioma y de religión, ningún cambio es más delicado que el cambio en el sistema de tributaciones.” Cambiar una contribución por otra es como renovar un edificio sin deshacerlo, operación en la que siempre hay un peligro de ruina.
Me pregunto y les pregunto: ¿No será que el peligro de ruina aumenta cuanto menos sólido es el edificio? Me temo que el edificio de la legalidad democrática, veinticinco años después ya no resiste una ilegalidad más. O nos abocamos a construir normalidad de respeto a la ley y a las instituciones, o cualquier cambio inconsulto pondrá en riesgo todo el andamiaje.
No estoy amenazando con el futuro. Estoy apelando a la conciencia histórica de cada uno de los que aquí estamos sentados, porque no hemos venido a tratar simplemente el cambio de una alícuota. Hemos venido a apuntalar un edificio sobre la base de principios que no se deben transigir.
No voy a ahondar sobre la filosofía constitucional de que no hay impuestos sin representación, fundamento de nuestra Constitución ampliamente explicado por los legisladores constitucionalistas. Pero sí quiero advertir sobre la paradoja de que bajo un gobierno que hizo de los derechos humanos una política de Estado se insista en ratificar una norma de una decisión ministerial basada en el Código Aduanero firmado por Videla y Martínez de Hoz.
En la Argentina de hoy, con generaciones ya educadas en libertad, no se puede seguir adaptando la Constitución a las urgencias económicas, por loables que sean los fines. Casi todas las tragedias que ha vivido la humanidad y nuestra propia tragedia, que está a la vuelta de nuestra esquina histórica, se han basado en un gran equívoco: no hay ningún fin loable que justifique cualquier medio. No se puede violar la Constitución Nacional en nombre del combate de la pobreza o de la distribución de la riqueza. Ese debe ser el límite. Sobre nuestras cabezas está la debacle del año 2001, y esta rebelión del interior es equivalente. Desde Buenos Aires nos negamos a reconocerlo porque no terminamos de entender que la verdadera debacle de nuestro país no es económica sino político‑institucional.
Espero que podamos legislar sin ninguna presión y que sepamos que ahora tenemos una ciudadanía alerta que nos vigila. Hoy aquí nos tenemos que formular una pregunta fundamental, y de la respuesta que cada uno de nosotros dé, surgirá el voto. No me refiero al número o a la cantidad de votos, sino a la concepción que sustenta esa votación. O somos legisladores prudentes que escuchamos los argumentos y las razones de aquellos que nos delegaron su confianza o nos cerramos a los argumentos de los otros porque sólo entendemos las razones de los despachos.
No se trata de justificar nuestras posturas descalificando las de los otros. Las leyes deben consagrar igualdad y ser útiles, pero sobre todo justas. No es convalidando una decisión resistida como se resuelven los conflictos. Los gobernantes deben tener autoridad, no poder.
Dicen que los buenos legisladores deben ser prudentes, y para eso tienen que subordinar su actividad a la inteligencia, y no a la voluntad. Las leyes no son un fin en sí mismo, marginadas de la realidad.
Vengo de una provincia en llamas, la segunda mayor aportante de las retenciones, de las que sólo regresa un 3 por ciento. Pero también es una provincia puesta en penitencia, castigada por el gobierno central porque el gobernador se puso del lado de los intereses de la provincia.
Ojalá los legisladores de mi provincia podamos honrar ese mandato que nos ha dado la ciudadanía y antepongamos los intereses de los cordobeses a la subordinación, la verticalidad y la obediencia partidaria.
No quisiera extenderme acerca de todo lo que se ha dicho en relación con las retenciones no coparticipables y lo que se afecta el federalismo, pero hay algo sobre lo que quiero insistir. La prudencia aconseja que debe existir armonía entre la ley y la vida en la sociedad. Por eso, colegas, nuestra responsabilidad es histórica; o aventamos los fantasmas o construimos la concordia social.
Estos cien días han dejado marcas en cada uno de nosotros; nada será igual y ojalá podamos crecer sobre nosotros mismos. Pero para eso debemos erradicar del lenguaje político las descalificaciones, el “ellos o nosotros”.
Insisto: no se puede defender la patria y después querer matar a los compatriotas, pero sobre todo a aquellos que tuvimos veinte años en los ’70. Debemos entender que la esperanza revolucionaria de los ’70 terminó en la tragedia de la dictadura militar, porque si no, no vamos a entender que las aspiraciones de nuestra gente hoy son mucho más modestas.
Nuestra gente quiere trabajar, quiere producir, quiere vivir en paz, quiere integrar un país moderno, un país normal, porque eso es la democracia.
Hemos aplaudido aquí con sinceridad la liberación de Ingrid Betancourt. Hemos escuchado a nuestra presidenta de la Nación, que efectivamente se involucró en esa liberación, decir que ése fue el triunfo de la vida y la libertad. Pero también escuchamos que Ingrid Betancourt estuvo siete años de rehén y no salió con ninguna palabra de odio hacia aquellos que la tuvieron en cautiverio, donde la palabra Colombia, donde la palabra de su país estaba por encima de lo que pudiera sentir en su corazón.
Porque voto a favor de mis convicciones, que son que los argentinos construyamos normalidad democrática, es que me opongo a ratificar una norma inconstitucional. Voto a favor de la democracia, a favor de la tolerancia; que no sea con silbidos, con bandas, con descalificaciones, que los argentinos vamos a ser algunos de primera y otros de segunda.
Demostremos en los hechos, con nuestra conducta, que reconocemos al otro como nuestro igual, aunque les moleste lo que yo diga a aquellos que están silbando. Esto lo pido por el bien de nuestro país, para que honremos a todos aquellos que se han inmolado en el terrorismo de Estado. Esa es una inmolación para que finalmente los argentinos aprendamos a vivir en democracia.

5 de julio de 2008

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