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30.3.07

El cielo lloró por nosotros


La perversa estrategia de la desaparición se perpetúa hasta en su evocación: cuerpos insepultos, sin tumbas, ni nombres, ni registros.

Nada. Porque, como señaló Ernst Jünger sobre los campos nazis, lo que en el fondo se teme es que los muertos regresen a sus tumbas en formas de espíritus y atraigan ofrendas futuras, peregrinaciones futuras.
¿Cuál es el sentido de una lápida si no escribir sobre el mármol el nombre de quien no está? Entre nosotros, con la desaparición de los cuerpos no sólo se buscó hacer desaparecer el crimen: aquel que no está no puede haber sido asesinado. De modo que los sobrevivientes, antes que llorar a sus muertos, han tenido que llevar el nombre de los presos-desaparecidos para que dejen de ser un número. Una función de la memoria y la ciencia que les han ido devolviendo identidad, sean las lupas del ADN con la que los antropólogos forenses restituyen los nombres o los relatos de los parientes que han ido humanizando la vida de los que no están. Pero son esos muertos insepultos los que llenaron nuestro país de almas en pena que buscan un lugar para el descanso final. Entre nosotros no se cumplió siquiera la vieja máxima: hombres y dioses rinden honores a los caídos en combate. Sin tumbas, ni cruces, ni rezos, nuestros muertos son fantasmas. Y la sangre manchó hasta la Biblia. No hay país en los que no se vean las tumbas como perturbadora prueba del pasado de batallas. En Europa, en las pequeñas aldeas como en las grandes ciudades, se cuidan y protegen los monumentos que recuerdan esos enfrentamientos y al enemigo caído en el combate. Muchas se erigieron aún en los tiempos del odio, pero al honrar los muertos de uno y otro lado se expresan algunas razones ocultas, como si en la muerte se concediese al enemigo el reconocimiento de lo que los une: la condición humana. Por eso, aun cuando en la institucionalización de la memoria, los discursos y los monumentos remiten al pasado, sólo la liturgia de la muerte nos regresa a aquella verdad anterior a todas las batallas. El otro soy yo; lo que nos hace común es la humanidad que ha sido violentada. Por eso, confieso que dudé mucho en ir el pasado sábado a La Perla, ese campo de detención escondido paradójicamente no por rejas ni cerrojos sino por el esplendoroso marco de las serranías. Una irrealidad tenebrosa favorecida por ese secretismo que encubrió todo lo que ocurría a escondidas. Esos gemidos y ese dolor, entonces inaudibles, que como marca indeleble acompañan desde el inicio la restauración democrática. Tal como advirtieron los versos del poeta, con Neruda los argentinos podemos musitar: "la atmósfera aún tiembla con la primera palabra elaborada con pánico y con gemido". Y las primeras palabras de nuestra aún incipiente democracia están marcadas por el pánico que nos dejó el terror y por los gemidos de los que sufrieron. Entre ellos, los sobrevivientes que debieron vencer ese terror y su propio pánico para reconstruir para todos lo que fue ese calvario. Son esos gemidos los que me pareció oír en ese descampado bautizado burlonamente como La Perla, el más tenebroso campo de detención de Córdoba. A contramano del resto del país, nuestra provincia, que en la década de 1970 anticipó el terror que después, como una mancha espesa, se extendió al resto del país, ahora llega con atraso a la revisión y sanción de la justicia por las muertes, torturas y desapariciones. Y es ese carácter tardío el que nos hace vivir en dos velocidades. Por un lado, la institucionalización de la memoria, expresada simbólicamente en la apropiación cívica de La Perla con los juicios por venir. Junto a los relatos que ante los jueces reconstruirán el pasado tenebroso, debemos confrontarnos con el postergado y honesto análisis de ese entramado de causas y razones que desembocaron en el desquicio de nuestro país. Pero, ¿cómo hacer para que no se imponga la fuerza del terror? ¿Cómo hacer para que efectivamente la vida se apropie de lo que fue un campo de exterminio? ¿Quién es capaz de descorrer el velo sin desgarrarlo? Eso se pregunta Carolina Neder, una joven cordobesa que no vivió el horror pero en el que fue su trabajo final de tesis en Ciencias Políticas no elude la herencia de ese pesado pasado. De manera sencilla, metafórica, expresa lo mismo que se pregunta la psicoanalista Julia Kristeva: ¿quién es en la vida del Estado el que puede ofrecer aquel marco óptimo para una nueva interpretación de la memoria, que a través del amor pueda incitar al perdón (en el sentido de transformación de la violencia persecutoria en un nuevo comienzo)? ¿Quién de nosotros puede encarar ese recomenzar si ni siquiera nos reconocimos en el mismo dolor ni nos reencontramos en la liturgia de las exequias, ni compartimos los duelos, ni se restañaron las heridas? Tal vez por eso nos cuesta aceptar la responsabilidad que tuvimos todos en el desencuentro. Sólo así podremos limpiar las zanjas para los nuevos cimientos, abonar la tierra para que fructifique una nueva comunidad. No que niegue lo que sucedió sino que trascienda lo que la enloqueció. Si no intentamos responder estas preguntas, mal podremos curar los traumas colectivos. Tal vez el sábado no supimos leer el mensaje del cielo que lloró por todo lo que nosotros no pudimos, dominados por la necesidad de nombrar, recordar y pedir justicia.
Norma Morandini
Columna de opinión publicada en "La Voz del Interior" el 29 de marzo de 2007

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