Por Norma Morandini
Periodista, escritora, senadora por la provincia de Córdoba.
Por reducir a la sociedad al número de las encuestas o los porcentajes de los votos, no sabemos cómo interpretar lo que toma forma de multitud. Lo que sucedió en la calle en los festejos del Bicentenario, como experiencia colectiva, nos increpa y desafía para su comprensión. Sólo resta abrir nuestras mentes y nuestros corazones para percibir más allá de las apariencias.
Aún a riesgo de equivocarme, creo que la espontaneidad y, por eso, la libertad fueron las que corrieron sueltas por las calles de Buenos Aires. Una sociedad plural, variada, contradictoria que hizo un alto, una pausa para volver a empezar.
Un recreo para interrumpir por cuatro días todo lo que la violenta porque la excluye: las peleas de sus dirigentes, el ring de las mesas debates de los periodistas, las descalificaciones con las que se fortalecen los argumentos débiles
, los chismes de la tarde donde sobran las siliconas y falta el respeto y, sobre todo, el menosprecio a la capacidad de entendimiento de las personas con propagandas engañosas que contradicen la experiencia. Tal como advierte el italiano Giorgio Agamben, en la sociedad moderna ya no hacen falta las catástrofes para que la vida cotidiana deje de ser una vivencia con los otros. Alcanzan las noticias que acentúan la lejanía, las disputas de palacio que son ajenas, el corte de las calles por manifestaciones sociales, la ida al supermercado, donde los precios cancelan la economía como experiencia.
Ese ciudadano llega a su casa extenuado, sin que nada de lo que sucedió a lo largo del día pueda transformarse en una experiencia de la que se extrae conocimiento. A no ser mirar la televisión, donde la muerte se enseñorea y los goles simulan como juego la identidad de la camiseta. Sin embargo, esa expropiación de la experiencia es la que paradójicamente tomó forma de multitud.
La identidad es el misterio de vivir bajo el mismo cielo, destinados por el lugar en el que nacimos y la Historia que nos contiene. Ya no tan sólo la que enumera próceres y batallas sino la que acumulamos como cultura con los otros, la que hizo de las calles y las plazas el lugar del festejo o la protesta. Ese espacio público que creíamos perdido desde que el otro es visto como una amenaza.
Y esa, tal vez, es la gran enseñanza de los festejos multitudinarios, la común unión con los otros. A pesar de las motivaciones diversas (desde el rock, el feriado, los stands de las provincias, el transporte gratis), esas razones individuales fueron configurando un nosotros colectivo que llenó las calles para festejar a la Patria y festejarse. No en los símbolos que la representan sino en esa pluralidad de habitantes que cobija. Porque no existe mayor contrasentido que exaltar a la Patria y después querer matar al compatriota. Si en los palacios, la cultura se vistió de espectáculo y la "alfombra roja" y los atuendos, cual premio hollywoodense invalidó la filosofía que sustenta la cultura de la imagen, en la calle se restituyó la verdad porque le dio a la celebración una existencia compartida: corrió suelta la libertad que siempre se festeja porque nos faltó y el arte se regodeó en esos artistas jóvenes que impusieron la fuerza bruta de su creatividad.
Como en un auténtico teatro, hicieron verdad lo que no se puede falsificar ni importar, la conturbada historia de nuestro país, reconocida por todos, desde la inmigración, a los pañuelos blancos. Temas, no personas, que se integraron en una sola historia. No como sucedió con la pretendida erudición historiográfica que hizo pelear a la historia para determinar si hoy vivimos mejor que cien años atrás. En honor a esos artistas que nos entregaron lo mejor de ellos mismos y por eso, de nuestra mejor identidad, vale guardar en el alma la experiencia y aguardar para saber qué semilla germinará. Si la de la verdad o la impostación.
Artículo publicado en el diario Clarín el 02/06/10.-
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